La sociedad barroca de Frigiliana va a estar representada en la familia de los Manrique de Lara. En 1647 era conde de Frigiliana y señor de los Cameros Don Rodrigo Manuel Fernández Manrique de Lara, al que sucedió su hijo Iñigo Manrique de Lara y Arellano Guevara. Los señores de la Villa sucesores del Condado de Frigiliana fueron los Saldueña y Montellano, título que llevaron desde 1705. Algunos condes tuvieron altos cargos en la administración del reino: por ejemplo, don Rodrigo Manrique de Lara y Aguilar fue miembro del Consejo de Regencia a la muerte del rey Carlos II y en 1710 Felipe V lo nombró Presidente del Consejo de Indias. A este le agradeció el Padre General de la Compañía de Jesús en 1715 unos favores hechos a la Compañía en Indias.
Además de propugnar un considerable aumento de la población, en torno a 1640 los condes encargaron la construcción de la iglesia de San Antonio de Padua sobre la primitiva ermita de Santa María. Tres años más tarde, en 1643, crearon el Monte de Piedad. En estos años ya debía existir el Palacio, hoy Ingenio, tal vez un edificio de menor entidad que el actual.
También construyeron la ermita de San Sebastián, cuyas obras tuvieron lugar en el último cuarto del siglo XVII. Con todas estas obras la escala, la medida del caserío de Frigiliana deja de ser personal, basada en la vivienda familiar, como había sido hasta entonces concebido el espacio del pueblo, y adopta la medida de lo público, de la monumentalidad propia del Antiguo Régimen. Si en la capital del califato de Córdoba se derriba parte de la Mezquita alhama y se construye sobre estas ruinas un templo cristiano como símbolo del nuevo poder, en Frigiliana la conclusión de las obras de la iglesia de San Antonio no deja lugar a dudas acerca de la imposición de la cultura cristiana sobre la herencia de la cultura andalusí.
En estos días, bien nos podemos imaginar “aguadores” como los pintados por Velázquez en Sevilla cogiendo agua de la Fuente Vieja, andando por las calles de la recién reconocida Villa de Frigiliana. Aunque posiblemente en este caso debiéramos hablar de aguadoras.
En esos años Frigiliana ya contaba con una población considerable en rápido ascenso (se pasa de unos 500 habitantes a principios del siglo XVIII a unos 1.700 a principios del XIX), lo que aseguraba la continuidad de la actividad económica tradicional. A la par de las mejoras en lo poblacional y lo económico iba a mejor, hubo un resurgir de la capacidad de influencia y presión de la Iglesia sobre la población. Será a finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII cuando asistamos a la fundación de cofradías que definen la Villa de Frigiliana como una población barroca. En este mundo barroco español la Iglesia dominaba buena parte de las conductas sociales y personales, y era a la par un referente y un límite para afinar en los comportamientos personales y colectivos.
Una opinión publica generalizada a favor de las tesis eclesiales, favorecidas por el papel del reino como garante de su poder, promovió la participación social en el seno de la Iglesia, por ejemplo a través de la creación de cofradías. En Frigiliana, a lo largo del siglo XVIII se crearon varias cofradías y hermandades, sobre todo gracias al trabajo del párroco D. Bernardo de Rojas, quien promovió la regularización de algunas de las ya existentes que no estaban reglamentadas, y la creación de otras nuevas. Entre ellas encontramos la Cofradía de las Benditas Ánimas, que se reglamentó en 1759, y recibió la bula Frixiliana Malacitam en 1759. En años posteriores se fundan la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario (1762), la Cofradía del Santísimo Sacramento (1766) y la Hermandad de Nuestra Madre y Señora de los Dolores (1771). También debieron fundarse por esos años las hermandades de San Sebastián y de la Virgen de la Aurora. Como vemos, casi la totalidad de la población de Frigiliana estuvo vinculada a una o más de estas agrupaciones religiosas.
En estos siglos, Frigiliana seguía definiéndose como una tierra de agricultores, que en estos momentos cultivaba predominantemente la caña de azúcar para la extracción de miel destinada a la exportación, como demuestran documentos sobre el cobro del diezmo en 1670, 1678 y 1681. Para moler la caña de azúcar contaban con molinos de piedra, los trapiches, de los que llegó a haber varios en la Villa. Como el común del campo español, las innovaciones tecnológicas eran mínimas, el trabajo seguía siendo manual y realizado con gran esfuerzo por parte de gente mal pagada.